lunes, 13 de septiembre de 2010

DEDYLE CURSO 2009-10

DEDYLE  6 de noviembre de 2009


Ya no tocaba la bella
la campana de l’Alhambra
porque en las Torres Bermejas
bañaba de plata el alba.
Cuando, sin haber dormido
recuerda el moro Abenámar
con más cuidado que sueño
que mal duerme quien bien ama.
Y viendo que sale el sol
y que no sale Daraxa
con lágrimas de sus ojos
aqueste llanto acompaña:
«Si amanece el alba
bordando los cielos
para mí con celos
anochece el alma».
Paso llorando la noche,
aguardando la mañana,
y es de condición tu sol
que, no saliendo, me abrasa;
vanse tus claras estrellas
en mi desengaño claras,
y aunqu’el sol no es para mí
que para mí todo es agua,
¿qué importa qu’el sol hermoso
de las Indias venga y vaya
a traer a España el día
si se esconde el de tu cara?
Si amanece el alba
bordando los cielos
para mí con celos
anochece el alba.

Morisco anónimo (s. XVII)
La literatura secreta de los últimos musulmanes de España


DEDYLE 13 de noviembre de 2009

Literatura

Julio Torri
       El novelista, en mangas de camisa, metió en la máquina de escribir una hoja de papel, la numeró, y se dispuso a relatar un abordaje de piratas. No conocía el mar y sin embargo iba a pintar los mares del sur, turbulentos y misteriosos; no había tratado en su vida más que a empleados sin prestigio romántico y a vecinos pacíficos y oscuros, pero tenía que decir ahora cómo son los piratas; oía gorjear a los jilgueros de su mujer, y poblaba en esos instantes de albatros y grandes aves marinas los cielos sombríos y empavorecedores.

     La lucha que sostenía con editores rapaces y con un público indiferente se le antojó el abordaje; la miseria que amenazaba su hogar, el mar bravío. Y al describir las olas en que se mecían cadáveres y mástiles rotos, el mísero escritor pensó en su vida sin triunfo, gobernada por fuerzas sordas y fatales, y a pesar de todo fascinante, mágica, sobrenatural.


DEDYLE 20 de noviembre de 2009

La extraña muerte de fray Pedro

Rubén Darío
Visitando el convento de una ciudad española, no ha mucho tiempo, el amable religioso que nos servía de cicerone, al pasar por el cementerio, me señaló una lápida en que leí, únicamente: Hic iacet frater Petrus.
-Éste -me dijo- fue uno de los vencidos por el Diablo.
-Por el viejo Diablo que ya chochea -le dije.
-No -me contestó-. Por el demonio moderno que se escuda con la ciencia.
Y me narró el sucedido.
Fray Pedro de la Pasión era un espíritu perturbado por el maligno espíritu que infunde el ansia de saber. Flaco, anguloso, nervioso, pálido, dividía sus horas conventuales entre la oración, las disciplinas y el laboratorio que le era permitido, por los bienes que atraía a la comunidad. Había estudiado, desde muy joven, las ciencias ocultas […]

Por la ciencia había llegado hasta penetrar en ciertas iniciaciones astrológicas y quirománticas; ella le desviaba de la contemplación y del espíritu de la Escritura. En su alma se había anidado el mal de la curiosidad […] La oración misma era olvidada con frecuencia, cuando algún experimento le mantenía cauteloso y febril.

Como toda lectura le era concedida, y tenía a su disposición la rica biblioteca del convento, sus autores no fueron siempre los menos equívocos. Así llegó hasta pretender probar sus facultades de zahorí, y a poner a prueba los efectos de la magia blanca. No había duda de que estaba en gran peligro su alma, a causa de su sed de saber […]




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DEDYLE 27 de noviembre de 2009

(Salen FINEA, dama con unas cartillas, y RUFINO, maestro)


FINEA:¡Ni en todo el año saldré con esa lección! […]
RUFINO: ¡Paciencia, y no letras, muestro! ¿Qué es ésta?
FINEA: Letra será.
RUFINO: ¿Letra?
FINEA: Pues, ¿es otra cosa?
RUFINO: No, sino el Alba. (Aparte) ¡Qué hermosa bestia!
FINEA: Bien, bien. Sí, ya, ya; el alba debe de ser, cuando andaba entre las coles.
RUFINO: Ésta es “k”. Los españoles no la solemos poner en nuestra lengua jamás. Úsanla mucho alemanes y flamencos.
FINEA:¡Qué galanes van todos éstos detrás!
RUFINO: Éstas son letras también.
FINEA: ¿Tantas hay?
RUFINO: Veintitrés son.
FINEA: Ahora vaya de lición; que yo la diré muy bien.
RUFINO:¿Qué es ésta?
FINEA: Aquésta no sé.
RUFINO: ¿Y ésta?
FINEA: No sé qué responda.
RUFINO: ¿Y ésta?
FINEA: ¿Cuál? ¿Ésta, redonda? ¡Letra!
RUFINO: ¡Bien!
FINEA: ¿Luego, acerté?
RUFINO: ¡Linda bestia!
FINEA: ¡Así, así! Bestia, ¡por Dios!, se llamaba; pero no se me acordaba.
RUFINO: Ésta es erre, y ésta es i.
FINEA: Pues, ¿si tú lo traes errado...?[…]
RUFINO: Di aquí: b, a, n; ban.
FINEA: ¿Dónde vas?
RUFINO: ¡Gentil cuidado!
FINEA: ¿Que se van, no me decías?
RUFINO: Letras son. ¡Míralas bien!
FINEA: Ya miro.
RUFINO: B, e, n; ven.
FINEA: ¿Adónde?
RUFINO: ¡Adónde en mis días no te vuelva más a ver!

La dama boba, Lope de Vega


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DEDYLE 4 de diciembre de 2009

MANERA ACTUAL DE SER NIÑO

Antonio viaja que viaja
por tierra, por mar, por aire,
va desde un continente a otro
porque el mundo ya no es grande,
mira desde su avión
cordilleras y ciudades
como si, soñando aún,
sobre algún mapa trazase
con el dedo rutas, rumbos.
¿Ser hombre es estar de viaje?

                                                   Jorge Guillén

                                        SIESTA


Entre un álamo y un pino  
mi hamacase balancea.
hojitas de verde plata
bailan sobre mi cabeza;
hojitas de verde oscuro
el verde las contonea.
Dulce pereza me llueve
del sol que las atraviesa.
Los juncos del celuloide
montan su guardia en la arena.
El Duero moja las cañas
y se abanica con ellas.
El río pasa y se va:
mi barca se queda en tierra.
Llenos de verdes y azules,
mis ojos
se cierran.

                                             Ángela Figuera Aymerich

Poesía española para jóvenes, Alfaguara



DEDYLE 11 de diciembre de 2009

      Desesperada, con una desesperación gélida e hiriente que se clavaba en el corazón como una navaja traidora, la señorita Meadows, con toga y birrete y portando una pequeña batuta, avanzó rápidamente por los fríos pasillos que conducían a la sala de música. Niñas de todas las edades, sonrosadas a causa del aire fresco, y alborotadas con la alegre excitación que produce llegar corriendo a la escuela una espléndida mañana de otoño, pasaban corriendo, precipitadas, empujándose; desde el fondo de las aulas llegaba el ávido resonar de las voces; sonó una campana, una voz que parecía la de un pajarillo llamó: «Muriel». Y luego se oyó un tremendo golpe en la escalera, seguido de un clong, clong, clong. Alguien había dejado caer las pesas de gimnasia.

La profesora de ciencias interceptó a la señorita Meadows.

-Buenos días -exclamó con su pronunciación afectada y dulzona-. ¡Qué frío!, ¿verdad? Parece que estamos en invierno.

Pero la señorita Meadows, herida como estaba por aquel puñal traicionero, contempló con odio a la profesora de ciencias. Todo en aquella mujer era almibarado, pálido, meloso. No le hubiera sorprendido lo más mínimo ver a una abeja prendida en la maraña de su pelo rubio.

-Hace un frío que pela -respondió la señorita Meadows, taciturna.
La otra le dirigió una de sus sonrisas dulzonas.
-Pues tú parece que estás helada -dijo. Sus ojos azules se abrieron enormemente, y en ellos apareció un destello burlón. (¿Se habría dado cuenta de algo?)
-No, no tanto -respondió la señorita Meadows, dirigiendo a la profesora de ciencias, en réplica a su sonrisa, una rápida mueca, y prosiguiendo su camino...

      Las clases de cuarto, quinto y sexto estaban reunidas en la sala de música. La algarabía que armaban era ensordecedora. En la tarima, junto al piano, estaba Mary Beazley, la preferida de la señorita Meadows, que tocaba los acompañamientos. Estaba girando el atril cuando descubrió a la señorita Meadows y gritó un fuerte «;Sssshhhh! ¡chicas!», mientras la señorita Meadows, con las manos metidas en las mangas de la toga, y la batuta bajo el brazo, bajaba por el pasillo central, subía los peldaños de la tarima, se giraba bruscamente, tomaba el atril de latón, lo plantificaba frente a ella, y daba dos golpes secos con la batuta pidiendo silencio.

-¡Silencio, por favor! ¡Cállense ahora mismo! -Y, sin mirar a nadie en particular, paseó su mirada por aquel mar de variopintas blusas de franela, de relucientes y sonrosadas manos y caras, de lacitos en el pelo que se estremecían cual mariposas, y libros de música abiertos. Sabía perfectamente lo que estaban pensando. «La Meady está de malas pulgas.» ¡Muy bien, que pensasen lo que les viniese en gana! Sus pestañas parpadearon; echó la cabeza atrás, desafiándolas. ¿Qué podían importar los pensamientos de aquellas criaturas a alguien que estaba mortalmente herida, con una navaja clavada en el corazón, en el corazón, a causa de aquella carta...?

La lección de canto, Katherine Mansfield

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DEDYLE 18 de diciembre de 2009


     La navidad en que Papá Noel pasó la noche en casa fue la última vez que estuvimos todos juntos, después de esa noche papá y mamá terminaron de pelearse, aunque no creo que Papá Noel haya tenido nada que ver con eso. Papá había vendido su auto unos meses atrás porque había perdido el trabajo, y aunque mamá no estuvo de acuerdo, él dijo que un buen árbol de navidad era importante esa vez, y compró uno de todas formas. Venía en una caja de cartón, larga y plana, y traía una hoja que explicaba cómo encajar las tres partes y abrir las ramas de forma que se viera natural. Armado era más alto que papá, era inmenso, y yo creo que por eso ese año Papá Noel durmió en nuestra casa. Yo había pedido de regalo un coche a control remoto. Cualquiera me venía bien, no quería uno en particular, pero todos los chicos tenían uno en esa época y cuando jugábamos en el patio los autos a control remoto se dedicaban a estrellarse contra los autos comunes, como el mío. Así que había escrito mi carta y papá me había llevado hasta el correo para enviarla. Y le dijo al tipo de la ventanilla:

—Se la enviamos a Papá Noel –y le pasó el sobre.

Y el tipo de la ventanilla ni saludó, porque había mucha gente y se ve que ya estaba cansado de tanto trabajo, la época navideña debe ser la peor para ellos. Tomó la carta, la miró y dijo:

—Falta el código postal.
—Pero es para Papá Noel –dijo papá, y le sonrió, y le guiñó un ojo, se ve que para hacerse amigo, y el tipo dijo: sin código postal no sale.
—Usted sabe que la dirección de Papá Noel no tiene código postal –dijo papá.
—Sin código postal no sale –dijo el tipo, y llamó al siguiente.

Y entonces papá trepó el mostrador, agarró al tipo del cuello de la camisa, y la carta salió.

Por eso yo estaba preocupado ese día, porque no sabía si la carta le había llegado o no a Papá Noel, y del asunto del coche dependía que me aceptaran los chicos que jugaban en el patio del colegio.

Papá Noel duerme en casa, Samanta Schweblin

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DEDYLE 15 de enero de 2010


Los sabios confundidos

     Se cuenta que un grupo de diez sabios decidieron hacer un viaje juntos para compartir sus conocimientos y enriquecerse mutuamente intercambiando experiencias.

    Pero también querían divertirse y, cierta noche, acudieron a una ciudad en la que se celebraba una fiesta local. Cenaron copiosamente, bebieron, bailaron y, de madrugada, se dispusieron a volver a su campamento situado al otro lado de un gran río.
   Para cruzarlo, tomaron una barcaza que había atada a un árbol y fueron remando un poco confundidos por la niebla que los rodeaba. Finalmente, llegaron bastante mareados y algo dormidos, a la orilla opuesta. Ya en tierra decidieron contarse, en medio de bromas y carcajadas, por si acaso alguno había caído al agua. Pero al hacerlo descubrieron que solamente eran nueve. ¿Dónde estaba el décimo de ellos?

   Buscaron entre los arbustos y la maleza que crecía al borde del río pero cuando volvieron a contarse seguían siendo nueve. La situación era angustiosa. Uno de ellos se había caído al agua. Comenzaron a gimotear y a lamentarse por no haber permanecido sobrios.

    Entonces llegó el barquero que les había facilitado la embarcación y observó a los sabios, que otra vez se estaban contando. El hombre descubrió enseguida lo que ocurría. Cada hombre olvidaba contarse a sí mismo. Así que les fue propinando una bofetada a cada uno de ellos y luego los instó a que se contaran de nuevo. Fue en ese instante cuando contaron diez y se sintieron contentos de estar ya lo suficientemente despiertos como para no olvidarse de si mismos.

Cuento de la tradición hindú.
DEDYLE 22 de enero de 2010

DEDYLE 29 de enero de 2010

GENERAL, TU TANQUE ES MÁS FUERTE QUE UN COCHE

General, tu tanque es más fuerte que un coche.
Arrasa un bosque y aplasta a cien hombres.
Pero tiene un defecto:
necesita un conductor.
General, tu bombardero es poderoso.
Vuela más rápido que la tormenta y carga más que un elefante.
Pero tiene un defecto:
necesita un piloto.
General, el hombre es muy útil.
Puede volar y puede matar.
Pero tiene un defecto:
puede pensar.

                                                  Bertold Brecht

SI HABLAN LAS ARMAS

Si hablan las armas,
¿qué puede decir el poeta?
¿Qué puede decir que no grite
la flor roja de tu pecho,
mi pequeño,
nácar muriente en la noche oscura?
Locas, las madres enmudecen,
¿Qué puede decir el poeta?
¿Qué puede decir que no sea
su infinita tristeza?

                                                       José María Sánchez Sánchez


DEDYLE 5 de febrero de 2010

Cuando volví sobre los papeles, descubrí la mancha de sangre. Era un folio limpio, sin estrenar, y en su centro estaba la mancha brillante y tierna.  Pensé en una herida insensible: observé las manos, repasé la cara, busqué un motivo en la juntura de las uñas. Nada perceptible. Dejé a un lado el folio e intenté concentrarme.
Mi imaginación volvía lentamente sobre el centro más incisivo de la trama: el comienzo de la noche, la huida de Robert, el recuerdo cercano de Rosaura después de la discusión en el aparcamiento.
Era necesario someter al personaje a una serie de variaciones psicológicas que le fueran llevando al terror.[…]

El cigarrillo se me apagó en el cenicero y, cuando lo volví a los labios, mis ojos retornaron al folio.
Era una mancha pequeña: una gota que se desleía en el blanco satinado, pero que conservaba toda la humedad.
De nuevo repasé la cara intentando detectar un grano que tal vez hubiera reventado por sí solo. No había nada. Mi cara estaba limpia.
Bajo el flexo, los papeles desordenados quedaban muy ajenos a la presencia rojiza que poco a poco se transformaba en una simple huella. Encendí la colilla y aspiré una bocanada escupiendo hacia un lado una brizna de tabaco.
Otra vez releí la frase y me pareció interesante. […]
Apagaba la colilla en el cenicero y en ese momento mis ojos descubrieron la segunda mancha de sangre sobre la parte inferior del folio.
Un leve sobresalto turbó la serenidad de mis disquisiciones. Era una gota grande, esmaltada con ese brillo espeso de la sangre reciente.
Sobre el escritorio los ojos buscaron algún motivo razonable. Después fijé la vista en el espacio del techo que aparecía tan blanco y limpio como siempre […]
Transcurrieron cuatro o cinco minutos sin ninguna novedad. Las huellas rojizas estaban secas y eran como dos marcas digitales sobre el papel […]
Mordí la punta trasera del bolígrafo y me dispuse a continuar […]
Mi sobresalto se contagió de un nerviosismo que no pude superar […]
La gota volvía a sumirse dejando los residuos sanguinolentos de la huella. Miré hacia todas partes agobiado por palpitaciones violentas. Recorrí mi cuarto, encendí todas las luces. El silencio exaltaba las contracciones de mi respiración. Fui hacia la puerta y, al intentar abrirla, comprobé que estaba cerrada por fuera…

Los temores ocultos (Adaptación) Luis Mateo Díez


DEDYE 12 de febrero de 2010

XV
Me gustas cuando callas porque estás como ausente,
y me oyes desde lejos, y mi voz no te toca.
Parece que los ojos se te hubieran volado
y parece que un beso te cerrara la boca.

Como todas las cosas están llenas de mi alma
emerges de las cosas, llena del alma mía.
Mariposa de sueño, te pareces a mi alma,
y te pareces a la palabra melancolía.

Me gustas cuando callas y estás como distante.
Y estás como quejándote, mariposa en arrullo.
Y me oyes desde lejos, y mi voz no te alcanza:
Déjame que me calle con el silencio tuyo.

Déjame que te hable también con tu silencio
claro como una lámpara, simple como un anillo.
Eres como la noche, callada y constelada.
Tu silencio es de estrella, tan lejano y sencillo.

Me gustas cuando callas porque estás como ausente.
Distante y dolorosa como si hubieras muerto.
Una palabra entonces, una sonrisa basta.
Y estoy alegre, alegre de que no sea cierto.

Veinte poemas de amor y una canción desesperada, Pablo Neruda



DEDYLE 19 de febrero de 2010
    Una vez llegó a la selva un búho que había estado en cautiverio, y explicó a todos los demás animales las costumbres de los hombres […]

La idea de adoptar costumbres humanas prendió con fuerza entre los animales y quizá por ello se organizó un concurso de canto, en el que se inscribieron rápidamente casi todos los presentes, desde el jilguero hasta le rinoceronte.
Guiados por el búho se decretó que el concurso se fallara por voto secreto y universal de todos los concursantes, que, de este modo, serían su propio jurado […]
Cuando llegó el momento del recuento, el búho subió al improvisado escenario y, franqueado por dos ancianos monos, abrió la urna para comenzar el recuento […]
Uno de los ancianos sacó el primer voto, y el búho, ante la emoción general gritó:

- El primer voto, hermanos, es para nuestro amigo el burro.
Se produjo un silencio seguido de algunos tímidos aplausos.

- Segundo voto: ¡el burro!
Desconcierto general.

- Tercero: ¡el burro!
[…]

Todos sabían que no había peor canto que el desastroso rebuzno del equino. Sin embargo, uno tras otro, los votos lo elegían como el mejor de los cantantes.

Y así, sucedió que, terminado el escrutinio, quedó decidido por “libre elección del imparcial jurado” que el desigual y estridente grito del burro era el ganador. Y fue declarado como “la mejor voz de la selva y alrededores”

El búho explicó después lo sucedido: cada concursante considerándose así mismo el indudable vencedor, había dado su voto al menos cualificado de los concursantes […]

 Déjame que te cuente, Jorge Bucay
(Adaptación página 52-53)


DEDYLE 26 de febrero de 2010

   Antes de desobedecer a Júpiter y crear a la raza humana, Prometeo decidió modelar en arcilla a la Verdad, a fin de que ella estableciera la justicia entre los hombres.
   Trabajó con delicadeza aquella materia tan dúctil y logró una figura esbelta, frágil y a la vez poderosa. Sólo le faltaba darle el aliento de la vida cuando fue llamado ante el rey de los dioses, de modo que dejó su taller a cargo de la Perfidia, que en ese entonces era su alumna.
   Envidiosa por la maestría del alfarero, la Perfidia tomó un poco de arcilla y moldeó exactamente otra estatua igual, copiando uno a uno los rasgos de la Verdad. Pero cuando estaba a punto de terminarla se le acabó la arcilla y la figura se quedó sin pies.
   Poco más tarde llegó Prometeo y la alumna, turbada por el miedo, se sintió junto a su obra y tapó con su cuerpo la parte inconclusa.
   El ilustre alfarero quedó tan maravillado por la obra de su alumna, que decidió recompensarla, de modo que puso las dos estatuas a fundir. Pero cuando estuvieron listas y les insufló el aliento de la vida, la venerable Verdad echó a andar con paso ingrávido y seguro, mientras la otra se quedaba quieta, ya que no poseía pies.
   Al darse cuenta del engaño, Prometeo decidió que la segunda figura sería la Mentira, nacida de la Perfidia.
    Desde entonces todos saben que la Verdad siempre avanza pero la mentira nunca llega muy lejos, pues nada la sustenta.

Fábula de Prometeo y la Perfidia, Esopo
(Adaptación)

DEDYLE 5 de marzo de 2010

El eclipse

Cuando fray Bartolomé Arrazola se sintió perdido aceptó que ya nada podría salvarlo. La selva poderosa de Guatemala lo había apresado, implacable y definitiva. Ante su ignorancia topográfica se sentó con tranquilidad a esperar la muerte. Quiso morir allí, sin ninguna esperanza, aislado, con el pensamiento fijo en la España distante, particularmente en el convento de los Abrojos, donde Carlos V condescendiera una vez a bajar de su eminencia para decirle que confiaba en el celo religioso de su labor redentora.

Al despertar se encontró rodeado por un grupo de indígenas de rostro impasible que se disponían a sacrificarlo ante un altar, un altar que a Bartolomé le pareció como el lecho en que descansaría, al fin, de sus temores, de su destino, de sí mismo.

Tres años en el país le habían conferido un mediano dominio de las lenguas nativas. Intentó algo. Dijo algunas palabras que fueron comprendidas.

Entonces floreció en él una idea que tuvo por digna de su talento y de su cultura universal y de su arduo conocimiento de Aristóteles. Recordó que para ese día se esperaba un eclipse total de sol. Y dispuso, en lo más íntimo, valerse de aquel conocimiento para engañar a sus opresores y salvar la vida.

-Si me matáis -les dijo- puedo hacer que el sol se oscurezca en su altura.

Los indígenas lo miraron fijamente y Bartolomé sorprendió la incredulidad en sus ojos. Vio que se produjo un pequeño consejo, y esperó confiado, no sin cierto desdén.

Dos horas después el corazón de fray Bartolomé Arrazola chorreaba su sangre vehemente sobre la piedra de los sacrificios (brillante bajo la opaca luz de un sol eclipsado), mientras uno de los indígenas recitaba sin ninguna inflexión de voz, sin prisa, una por una, las infinitas fechas en que se producirían eclipses solares y lunares, que los astrónomos de la comunidad maya habían previsto y anotado en sus códices sin la valiosa ayuda de Aristóteles.

Augusto Monterroso

DEDYLE 12 de marzo de 2010


EL MITO DE PROMETEO

     Cielo y tierra habían sido creados; el mar se mecía en sus orillas y en su seno jugueteaban los peces; en el aire cantaban aladas las aves; pululaban en el suelo los animales. Pero faltaba aún la criatura en cuyo cuerpo pudiera dignamente morar el espíritu y dominar desde allí todo el mundo terreno. Apareció entonces en la Tierra, dotado de gran ingenio, Prometeo, vástago de la vieja estirpe de los dioses que Zeus destronara.

    Tomó arcilla del suelo, humedeciéndola con agua del río, la amasó, y modeló con ella a un ser a imagen de los dioses. Para animar este amasijo, obra de sus manos, encerró en su pecho todas las cualidades buenas y malas. Entre los olímpicos tenía una amiga, Atenea, diosa de la Sabiduría, quien infundió en la figura semianimada el espíritu, el hálito divino.

   Así nacieron los primeros hombres y no tardaron en multiplicarse y llenar la tierra. Durante algún tiempo, sin embargo, no sabían cómo servirse de sus nobles miembros.

   Prometeo los fue adiestrando en todos los aspectos de la vida de los humanos.

   Reinaba en el cielo, junto con sus hijos, Zeus. Y he aquí que los nuevos dioses fijaron su atención en el linaje de hombres que acababan de nacer, exigiéndole les rindiera homenaje, a cambio de la protección que pensaban dispensarle. Se celebró en Grecia una asamblea de mortales e inmortales para estipular los derechos y deberes de los hombres.

   Prometeo, como abogado de sus humanas criaturas, se presentó en la asamblea, sacrificó un gran toro, y le dio a elegir a Zeus la parte que gustara del animal inmolado. Zeus tomó para sí el trozo que parecía mejor, pero éste no era más que un engaño hábilmente preparado, que no contenía sino los huesos mondos. Zeus sintió la indignación en su alma por el engaño recibido. Decidió castigarles y negó a los mortales el último don para alcanzar la civilización: el fuego. Mas también supo componérselas el hijo de Japeto. Se acercó con un tallo de hinojo gigante al carro del sol y prendió fuego a la planta. Provisto de aquella antorcha bajó a la tierra.

   Zeus ideó un nuevo castigo para los hombres, esta vez en la forma de una bella doncella llamada Pandora, que llevaba en sus manos un regalo, una gran caja.

   Apenas llegó junto a los hombres abrió la tapa y en seguida volaron innumerables males. Oculto en el fondo de la caja había un único bien: la esperanza, que quedó encerrada en el arca para siempre.

  Contra Prometeo inventó un castigo más cruel: el de encadenarlo a una roca del Cáucaso, adonde acudía todos los días un águila para devorarle las entrañas, que le volvían a crecer de noche.

   Hércules, cuando pasaba por la región del Cáucaso, mató el águila con una de sus flechas y liberó a Prometeo, quien a cambio debería llevar siempre un anillo hecho del acero de sus cadenas y de un trozo de la roca a la que había sido atado.

 Las más bellas leyendas de la antigüedad clásica, G. Schwab.


DEDYLE 26 de marzo de 2010

EL OTRO HOMBRE

   Si nevaba en la ciudad, se originaba, en cada esquina, un próximo riesgo de romperse la crisma. La nieve caída y pisoteada se endurecía con la helada nocturna y las calles se transformaban en unas pistas relucientes y vítreas, más apropiadas para patinar que para transitar por ellas. Para los chicos, el acontecimiento era tan tentador que bastaba, incluso, para justificar sus ausencias de la escuela.

Y en estas cosas menores, en que caiga la nieve y la helada la endurezca, en un resbalón y una caída aparatosa, están escondidos muchas veces el destino de los hombres y los grandes cambios de los hombres; a veces su felicidad, a veces su infortunio. Tal le aconteció a Juan Gómez, de veintisiete años, recién casado, usuario de una vivienda protegida de fuera del puente. Hasta aquel día ella no se había dado cuenta de nada. De que le amaba, no le cabía la menor duda. Y, sin embargo, si era así, nada justificaba aquel extraño retorcimiento, algo blando como un asco, que aquella mañana constataba en el fondo de sus entrañas.

Que a Juan le faltasen las gafas no justificaba en apariencia nada trascendental, ni había tampoco nada de trascendental en la forma de producirse la rotura, al caer en la nieve la tarde anterior de regreso de la oficina. Y no obstante, al verle desayunar ahora ante ella, indefenso, con el largo pescuezo emergiendo de un cuello desproporcionado y con el borde sucio, mirándola fijamente con aquellas pupilas mates y como cocidas, sintió una sacudida horrible.

-¿Te ocurre algo? ¿Tienes frío? -dijo él.

La interrogaba solícito, suavemente afectuoso, como tantas otras veces, mas hoy a ella le lastimaba el tonillo melifluo que empleaba, su conato de blanda protección.

-¡Qué tontería! ¿Por qué habría de ocurrirme nada? -dijo ella, y pensó para sí: "¿Será un hijo?

¿Será un hijo este asco insufrible que noto hoy dentro de mí?".

Se removía inquieta en la silla como si algo urgente la apremiase y unas manos invisibles la aplastasen implacables contra el asiento. Detrás de los cristales volvía

a nevar. Y a ella debería servirle ver caer la nieve tras la ventana, como tantas veces, para apreciar la confortabilidad del hogar, su vida íntima bien asentada, caliente y apetecible. Pero no. Hoy estaba él allí. Juan migaba el pan en el café y mascaba las sopas resultantes con ruidosa voracidad. De repente alzó la cabeza. Dijo:

-Dejaré las gafas en el óptico antes de ir a la oficina. No en Pérez Fernández. Ya estoy escarmentado. Ese lo hace todo caro y mal. Se las dejaré a este de la esquina. Me ha dicho Marcelino que trabaja bien y rápido. Me corren prisa.

Ella no respondió. No tenía nada que decir; por primera vez en diez años le faltaban palabras para dirigirse a Juan Gómez. Sí, no tenía ninguna palabra a punto disponible.

Estaba vacía como un tambor. Acumuló sus últimas fuerzas para mirar los ojos romos de él, desguarnecidos, y, por primera vez en la vida, los vio tal cual eran, directamente,

sin ser velados por el brillante artificio del cristal…

Tres pájaros de cuenta y  tres cuentos olvidados, Miguel Delibes


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DEDYLE 16 de abril de 2010

El Paraíso era un autobús

Él trabajó durante toda su vida en una ferretería del centro. A las ocho y media de la mañana llegaba a la parada del autobús y tomaba el primero, que no tardaba más de diez minutos. Ella trabajó también durante toda su vida en una mercería. Solía coger el autobús tres paradas después de la de él y se bajaba una antes. Debían salir a horas diferentes, pues por las tardes nunca coincidían.

Jamás se hablaron. Si había asientos libres, se sentaban de manera que cada uno pudiera ver al otro. Cuando el autobús iba lleno, se ponían en la parte de atrás, contemplando la calle y sintiendo cada uno de ellos la cercana presencia del otro.

Cogían las vacaciones el mismo mes, agosto, de manera que los primeros días de septiembre se miraban con más intensidad que el resto del año. Él solía regresar más moreno que ella, que tenía la piel muy blanca y seguramente algo delicada. Ninguno de ellos llegó a saber jamás cómo era la vida del otro: si estaba casado, si tenía hijos, si era feliz.

A lo largo de todos aquellos años se fueron lanzando mensajes no verbales sobre los que se podía especular ampliamente. Ella, por ejemplo, cogió la costumbre de llevar en el bolso una novela que a veces leía o fingía leer. A él le pareció eso un síntoma de sensibilidad al que respondió comprándose todos los días el periódico. Lo llevaba abierto por las páginas de internacional, como para sugerir que era un hombre informado y preocupado por los problemas del mundo. Si alguna vez por la razón que fuera, ella faltaba a esa cita no acordada, él perdía el interés por todo y abandonaba el periódico en un asiento del autobús, sin haberlo leído.

Así, durante una temporada en que ella estuvo enferma, él adelgazó varios kilos y descuidó su aseo personal hasta que le llamaron la atención en la ferretería: alguien que trabajaba con el público tenía la obligación de afeitarse a diario.
Cuando al fin regresó, los dos parecían unos resucitados: ella, porque había sido operada a vida o muerte de una perforación intestinal de la que no se había quejado para no faltar a la cita; él, porque había enfermado de amor y melancolía. Pero, a los pocos días de volver a verse, ambos ganaron peso y comenzaron a asearse para el otro con el cuidado de antes […]

[…] Él imaginaba que el autobús era la casa de los dos […]e imaginaba una vida feliz: ellos vivían en el autobús, que no paraba de dar vueltas alrededor de la ciudad, y la lluvia o la niebla los protegía de las miradas de los de afuera […] . Todo el tiempo llovía y ellos viajaban solos, eternamente, sin hablarse, sin saber nada de sí mismos. Abrazados.

Así fueron haciéndose mayores, envejeciendo sin dejar de mirarse. Y cuanto más mayores eran, más se amaban; y cuanto más se amaban más dificultades tenían para acercarse el uno al otro.

Y un día a él le dijeron que tenía que jubilarse y no lo entendió, pero de todas formas le hicieron los papeles y le rogaron que no volviera por la ferretería. Durante algún tiempo, siguió tomando el autobús a la hora de siempre, hasta que llegó al punto de no poder justificar frente a su mujer esas raras salidas.

De todos modos, a los pocos meses también ella se jubiló y el autobús dejó de ser su casa.

Ambos fueron languideciéndose por separado. Él murió a los tres años de jubilarse y ella murió unos meses después. Casualmente fueron enterrados en dos nichos contiguos, donde seguramente cada uno siente la cercanía del otro y sueñan que el paraíso es un autobús sin paradas.
Juan José Millás

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DEDYLE 30 de abril de 2010

SÓLO PARA NIÑOS

    Desde que le colgaron aquel cacharro sobre su cuna, empezó a necesitar menos a su familia. Se trataba de un extravagante tiovivo en el cual giraban, suspendidas, varias formas de colores chillones. El artefacto producía, además, una cantilena que acababa siempre por sumergirlo en un profundo sopor que le impedía llamar la atención llorando, como solía hacer antes […]

   Tuvo que esperar algunos años, hasta que lo llevaron a un museo de ciencias naturales, para volver a ver disecadas, inmóviles, apolilladas y grises, las figuras del carrusel. Su padre le explicó que se llamaban elefantes, jirafas, caballos y mariposas, animales que habitaron lejanos países y de cuya existencia casi nadie se acordaba ya […]

   Un día - no había cumplido aún los cuatro años de edad- vino a vivir con su familia la abuelita, […] Aquella señora pasaba con él casi todas las horas del día, lo tomaba en su regazo y con voz de cálidos acentos le narraba cuentos infantiles y lo aficionó tanto a ellos que no era capaz de conciliar el sueño si antes la anciana no le contaba alguna de sus sorprendentes historias.

   Y luego él soñaba con gatos tramposos que calzaban botas mágicas; o con una bella reina obsesionada en envenenar a su hijastra quien, para salvar la vida, no tuvo más remedio que irse a vivir al campo en compañía de siete horripilantes enanos, cada uno de los cuales encarnaba la gula, o el mal humor, o la pereza, o la envidia, y quién sabe qué otros vicios que la tierna mentalidad de un niño no puede ni siquiera sospechar; o con aquella otra jovencita que no parecía tener escrúpulos en compartir la cama con un lobo...

   A veces registraba en secreto las humildes pertenencias de la empleada doméstica en busca de zapatos de cristal, y la espiaba los días de salida, para ver si no se iba en algún carruaje parecido a una calabaza. Cuando alguna amiga venía a la casa a visitar a su abuela, corría despavorido si le ofrecía caramelos, pues se imaginaba que era alguna antropófaga que trataba de embaucarlo para luego meterlo en un horno, dorarlo y comérselo, y en una ocasión que oyó a sus padres quejándose de la difícil situación económica que atravesaban, pasó varias noches sin pegar el ojo temiendo que lo iban a sacar de la casa para abandonarlo en algún desconocido bosque habitado por ogros que degollaban niñitos.

   Cuando aprendió a leer, las cosas empeoraron, pues la abuela, cansada de repetir y repetir siempre las mismas peripecias, le compraba tiras cómicas en las que volvió a encontrar a sus antiguos amigos los animales. ¡Pero qué animales! ¡Cuánto habían cambiado! Había un pato atolondrado, con tres supuestos sobrinos a su cargo, que mantenía una equívoca relación con una pata de pestañas rizadas; un perro haragán que tenía por novia a una vaca; un conejo ladrón que engullía zanahorias sin parecer saciarse jamás y que se burlaba siempre de todos sus amigos y vecinos; estaba también aquél otro pato que usaba monóculo y sombrero de copa, que hacía de la codicia su única vocación […]

   Como consecuencia de todo ello creció siendo víctima de una invencible confusión producida por los cuentos y las historias, y nunca pudo distinguir la diferencia entre los hombres y los animales pues los primeros volaban como pájaros, tenían fuerza de mulos y nadaban mejor que peces, y los segundos, por su parte, hablaban, actuaban y razonaban con toda la malicia propia de los seres humanos...
Los cuentos que nunca me contó mi abuelito, Alberto D´a Pena Peréz

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DEDYLE 7 de mayo de 2010

Por lo menos había visto a siete u ocho personas, ninguna de ellas con aspecto de mendigo, meter la mano en la papelera que estaba adosada a una farola cercana al aparcamiento donde todas las mañanas dejaba mi coche […]

Que yo pudiera verme tentado de caer en esa indigna manía era algo inconcebible, pero aquella mañana, tras la tremenda discusión que por la noche había tenido con mi mujer, y que era la causa de no haber pegado ojo, aparqué como siempre el coche y al caminar hacia mi oficina la papelera me atrajo como un imán absurdo y, sin disimular apenas ante la posibilidad de algún observador inadvertido, metí en ella la mano, con la misma torpe decisión con que se lo había visto hacer a aquellos penosos rastreadores que me habían precedido.

Decir que así cambió mi vida es probablemente una exageración, porque la vida es algo más que la materia que la sostiene y que las soluciones que hemos arbitrado para sobrellevarla. La vida es, antes que nada y en mi modesta opinión, el sentimiento de lo que somos más que la evaluación de lo que tenemos.

Pero si debo confesar que muchas cosas de mi existencia tomaron otro derrotero…
La papelera, Luis Mateo Diez
 (Adaptación)



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DEDYLE 14 de mayo de 2010

CAPERUCITA ROJA Y EL LOBO

Estando una mañana haciendo el bobo
le entró un hambre espantosa al Señor Lobo,
así que, para echarse algo a la muela,
se fue corriendo a casa de la Abuela.
"¿Puedo pasar, Señora?", preguntó.
La pobre anciana, al verlo, se asustó
pensando: "¡Este me come de un bocado!".
Y, claro, no se había equivocado:
se convirtió la Abuela en alimento
en menos tiempo del que aquí te cuento.
Lo malo es que era flaca y tan huesuda
que al Lobo no le fue de gran ayuda:
"Sigo teniendo un hambre aterradora...
¡Tendré que merendarme otra señora!".
Y, al no encontrar ninguna en la nevera,
gruñó con impaciencia aquella fiera:
"¡Esperaré sentado hasta que vuelva
Caperucita Roja de la Selva!"
-que así llamaba al Bosque la alimaña,
creyéndose en Brasil y no en España-.
Y porque no se viera su fiereza,
se disfrazó de abuela con presteza,
se dio laca en las uñas y en el pelo,
se puso la gran falda gris de vuelo,
zapatos, sombrerito, una chaqueta
y se sentó en espera de la nieta.
Llegó por fin Caperu a mediodía
y dijo: "¿Cómo estás, abuela mía?
Por cierto, ¡me impresionan tus orejas!".
"Para mejor oírte, que las viejas
somos un poco sordas". "¡Abuelita,
qué ojos tan grandes tienes!". "Claro, hijita,
son las lentillas nuevas que me ha puesto
para que pueda verte Don Ernesto
el oculista", dijo el animal
mirándola con gesto angelical
mientras se le ocurría que la chica
iba a saberle mil veces más rica
que el rancho precedente. De repente
Caperucita dijo: "¡Qué imponente
abrigo de piel llevas este invierno!".
El Lobo, estupefacto, dijo: "¡Un cuerno!
O no sabes el cuento o tú me mientes:
¡Ahora te toca hablarme de _mis dientes_!
¿Me estás tomando el pelo...? Oye, mocosa,
te comeré ahora mismo y a otra cosa".
Pero ella se sentó en un canapé
y se sacó un revólver del corsé,
con calma apuntó bien a la cabeza
y -¡pam!- allí cayó la buena pieza.
Al poco tiempo vi a Caperucita
cruzando por el Bosque... ¡Pobrecita!
¿Sabéis lo que llevaba la infeliz?
Pues nada menos que un sobrepelliz
que a mí me pareció de piel de un lobo
que estuvo una mañana haciendo el bobo.

Cuentos en verso para niños perversos, Roal Dahl


DEDYLE 21 de mayo de 2010

La muerta enamorada

       Me preguntas, hermano, si he amado; sí. Es una historia singular y terrible, y, a pesar de mis sesenta y seis años, apenas me atrevo a remover las cenizas de este recuerdo. No quiero negarte nada […] Se trata de acontecimientos tan extraordinarios, que apenas puedo creer que hayan sucedido. Fui, durante más de tres años, el juguete de una ilusión singular y diabólica. Yo, un pobre cura rural, he llevado todas las noches en sueños […] una vida de condenado, una vida mundana […]

     Una sola mirada demasiado complaciente a una mujer pudo causar la perdición de mi alma; pero, con la ayuda de Dios, […] pude desterrar al malvado espíritu que se había apoderado de mí. Mi vida se había complicado con una vida nocturna completamente diferente. Durante el día yo era un sacerdote del Señor, casto, ocupado en la oración y en las cosas santas. Durante la noche, en el momento en que cerraba los ojos, me convertía en un joven caballero, experto en mujeres, perros y caballos, jugador de dados, bebedor y blasfemo. Y cuando, al llegar el alba, me despertaba, me parecía lo contrario, que me dormía y soñaba que era sacerdote […]

      Sí, he amado como no ha amado nadie en el mundo, con un amor insensato y violento, tan violento que me asombra que no haya hecho estallar mi corazón.

     Desde mi más tierna infancia había sentido la vocación del sacerdocio[…] Sabía vagamente que existía algo que se llamaba mujer, pero no me paraba a pensarlo: mi inocencia era perfecta.

    Llegado el gran día caminaba hacia la iglesia tan ligero que me parecía estar sostenido en el aire, o tener alas en los hombros.
   Conoces los detalles de esta ceremonia: la bendición, la comunión bajo las dos especies, la unción de las palmas de las manos con el aceite de los catecúmenos y, finalmente, el santo sacrificio ofrecido al unísono con el obispo. Levanté casualmente mi cabeza, que hasta entonces había tenido inclinada, y vi ante mí, tan cerca que habría podido tocarla, […] a una mujer joven de una extraordinaria belleza y vestida con un esplendor real. Experimenté la sensación de un ciego que recuperara súbitamente la vista […]

    Al franquear el umbral una mano se apoderó bruscamente de la mía, ¡una mano de mujer! Jamás había tocado otra. Era fría como la piel de una serpiente y me dejó una huella ardiente como la marca de un hierro al rojo vivo. Era ella…

Théophile Gautier

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DEDYLE 28 de mayo de 2010

EL INOCENTE


     El profesor Sierra acostumbraba a mostrarse bastante cercano a sus alumnos. No le costaba sonreír, ni hacer bromas, y raras veces se enfadaba. Sin embargo, aquella mañana había entrado en clase con talante serio, un aire diferente del habitual, y después de sentarse en su mesa permaneció un rato sin hablar, mirándonos despacio, como si no nos reconociese. Al principio se pudieron escuchar algunas risitas, como anticipos jocosos del chiste que la gente estaba esperando, pero luego todos nos quedamos también silenciosos, contemplándole con la misma atención con que él nos miraba a nosotros.

    Habló por fin para decirnos que aquel día la clase iba a ser distinta, que no íbamos a tratar directamente ningún tema del programa, que nos iba a contar una historia […]

-La historia que os voy a contar empieza hace quince años. Yo tenía entonces vuestra edad. Imaginaros a mis amigos y a mí cuando íbamos a estudiar al instituto. Vosotros nos miráis como si pensaseis que siempre hemos sido adultos, y nosotros solemos olvidar que también fuimos adolescentes. En fin, los años han pasado, como pasarán para vosotros, y yo he perdido el contacto con casi todos mis compañeros de entonces. Me fui a estudiar la carrera lejos de aquella ciudad, otros también se marcharon, nos dispersamos. Solo he seguido teniendo comunicación con uno de ellos, Héctor […]

[…] Ayer por la noche mi antiguo amigo Héctor me telefoneó, muy conmovido, para decirme que había muerto su hermano Fidel […] La noticia me trajo a la cabeza muchas cosas de entonces, y una aventura muy rara, misteriosa, que nunca he podido olvidar. Esta mañana, de camino hacia aquí, he decidido contárosla, aunque siga sin encontrarle explicación…

José María Merino

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DEDYLE 4 de junio de 2010



     Un hombre se encontraba al borde de un río cortando leña, cuando en un descuido el hacha se le cayó en las aguas. Desconsolado por la pérdida de su única herramienta de trabajo, se sentó en la orilla a llora.

    Al oír sus lamentos se acercó a las aguas y salió con un hacha de oro.

- ¿Es ésta la que has perdido?-Le preguntó.

- No, no es la mía- Contestó el leñador.

Hermes volvió a sumergirse y le enseño un hacha de plata.

- Tampoco es ésa –dijo el leñador.

Entonces el dios emergió con el hacha perdida y el hombre se puso tan contento que Hermes, maravillado por su honradez, le regaló las otras dos.

Poco más tarde el leñador se encontró con sus compañeros y les contó lo que acababa de ocurrirle. Uno de ellos se propuso conseguir lo mismo, de modo que fue hasta la orilla del río y arrojó su hacha a las aguas, poniéndose después a llorar.

Entonces Hermes se le apareció también, y al enterarse del motivo de su pena se arrojó a las aguas y salió con el hacha de oro.
-¡Sí, ésa es la mía! –exclamó el hombre.

Pero el dios, horrorizado por su desvergüenza, no sólo se quedó con el hacha de oro sino que tampoco le devolvió la suya.

Los dioses son favorables a los hombres honrados, pero hostiles a los bribones.

Fábula de Hermes y el leñador , Esopo
(Adaptación)

DEDYLE 11 de junio de 2010

Un baile de máscaras

  Había dado la orden de que se dijese que no estaba en casa para nadie: uno de mis amigos forzó la consigna.

   Mi criado me anunció al señor Antony R... Descubrí, detrás de la librea de José, el cuerpo de una levita negra. Era probable, por lo tanto, que el que la llevaba hubiese visto, por su parte, la falda de mi bata de casa. Siendo imposible ocultarme:

-¡Muy bien! Que entre -dije en alta voz.

"¡Que se vaya al diablo!", dije en voz baja.

   Cuando se trabaja, sólo la mujer que se ama puede interrumpir a uno impunemente; pues, hasta cierto punto, siempre está ella de algún modo en el fondo de lo que se hace.

  Me fui, pues, hacia él con el aspecto medio irritado de un autor interrumpido en uno de los momentos en que más teme serlo, cuando le vi tan pálido y tan descompuesto que las primeras palabras que le dirigí fueron éstas:

-¿Qué tenéis? ¿Qué os ha ocurrido?

-¡Oh! Dejadme respirar -dijo-. Voy a contároslo; pero, ¡qué digo!, esto es un sueño o sin duda, estoy loco.

Se arrojó sobre un sofá y dejó caer la cabeza entre sus manos.

   Le miré asombrado: sus cabellos estaban mojados por la lluvia; sus botas, sus rodillas y la parte baja de su pantalón, estaban cubiertos de barro. Me asomé a la ventana y vi a la puerta a su criado con el cabriolé: nada comprendía de aquello…
Alexandre Dumas, padre

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DEDYLE 18 de junio de 2010

Soy un escritor frustrado

 Y esta circunstancia ha determinado en gran medida mis difíciles relaciones con el mundo exterior. Si hubiera podido satisfacer mi pasión por la escritura no estaría ahora donde estoy.

Para empeorar las cosas, soy profesor de Literatura en la Universidad Autónoma y, además, un excelente crítico. No hay nada tan frustrante como esto: tener que enfrentarse cada día con brillantes ejemplos de individuos que son todo lo que uno quisiera ser y que han conseguido todo lo que uno nunca podrá conseguir. Es triste constatar que las mil y una veces que he intentado comenzar una novela no he pasado
nunca de la segunda página sin tener la firme convicción de que lo que escribía era bazofia. Y lo sé porque soy buen crítico. Para ser escritor no basta con rellenar folios y embuchar palabra tras palabra, cosa que cualquiera puede hacer, sino que hay que tener un "algo" especial -llámese "duende" o inspiración, o como se quiera- que yo no tengo y que nunca tendré […]soy sencillamente incapaz de escribir un buen cuento.
Y no es que me falte imaginación -al contrario, tengo muy buenas ideas-, pero al ponerme delante del ordenador algo falla: las palabras no salen, y si salen conforman horrorosos principios que desecho sistemáticamente sin conseguir darle nunca la expresión adecuada a mis ideas […]

Por todo esto, cuando conocí a Marian, hacía ya mucho tiempo que había dejado de escribir, refugiándome cada vez más en el alcohol […]

Cuando pienso en Marian, todavía se me pone la carne de gallina. Tengo grabadas en la memoria dos imágenes suyas: una en color, sentada en primera fila de clase, mirándome fijamente, siempre sonriendo; otra, en blanco y negro, en el sótano de mi casa de la sierra, tosiendo sangre, pálida como un fantasma en mitad de aquella habitación húmeda y maloliente…

Soy un escritor frustrado, José Ángel Mañas


SI TE HA GUSTADO ESTE FRAGMENTO, PODRÁS LEER EL PRIMER CAPÍTULO DE LA NOVELA EN LA BIBLIOTECA VIRTUAL, EN LA SECCIÓN DEDYLE.  

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